Llevo varios
días en el campo y, por fin, he conseguido ver una perdiz. Solo una. Ya ven. Ni
si quiera una pareja. En esta época del año antes era normal encontrarte con
varias parejas de patirrojas correteando entre viñas o campos de cereal. Muchas veces tenías que frenar en la carretera
cuando te encontrabas con un bando para no pisarlas y llevártelas por delante. Ahora
que el cereal está empezando a granar es
el mejor momento para verlas. Luego, la siembra está alta y ya es más difícil.
Me he cruzado
con ella en dos ocasiones por el camino que sube a Casa El Rull. La primera
mientras subía con el tractor. La otra al cabo de los días cuando bajaba. Iba apeonando
por el camino alquitranado para luego perderse por el campo de olivos. En un
principio, pensé que se trataba de una pareja y que a lo mejor la hembra estaba
echada en el nido cobando, pero mi buen amigo Juan Carlos Bataller me sacó de dudas y me confirmaba que la ha
visto un par de veces y siempre sola.
Fontanars dels Alforins ha sido una zona muy buena para la caza menor y en concreto, para la perdiz. Aunque haya que remontarse mucho tiempo atrás para recordarlo.
Fontanars dels Alforins ha sido una zona muy buena para la caza menor y en concreto, para la perdiz. Aunque haya que remontarse mucho tiempo atrás para recordarlo.
Los más viejos
del lugar son los que más anécdotas pueden contarnos sobre la actividad
cinegética de aquel momento. Aquello ya es historia.
Vicente Calatayud, el casero que
teníamos en la finca, y que desgraciadamente falleció hace unos años, me
contaba, que cuando salía de casa siempre regresaba con media docena de
patirrojas colgadas en el cinto. Los bandos se contaban por cientos.
Las cosas entonces
eran muy diferentes a las de ahora. A penas había cazadores. Si echamos un
vistazo a los socios que tenía la sociedad es más que probable que no
sobrepasaran la media docena. La munición era escasa y cara. Uno se lo tenía
que pensar dos veces antes de apretar el gatillo. A los tordos no se les
tiraba. Gastar munición en un pajarillo era cosa de locos. Había pocos coches.
Las carreteras eran infames. Había que recorrer muchos kilómetros y pasar
muchas horas en el coche hasta llegar al coto. Las escopetas de entonces, paralelas la
mayoría, no tenían nada que ver con las de ahora, mucho más precisas, ligeras y
sofisticadas. Tampoco los cazadores. Ahora la gente entrena. Se prepara
físicamente. Va a los campos de tiro a tirar al plato o a practicar con los
recorridos de caza. Dispara mucho mejor y es más certera.
Todo ello y
otros muchos factores como plaguicidas, alimañas, mecanización del campo, las
repoblaciones incontroladas con perdiz de granja o condiciones climatológicas
adversas han contribuido a que poco a poco la perdiz vaya desapareciendo de
nuestros montes. Confiemos en que no se convierta en un ave en peligro de
extinción como pronostican algunos. En nuestras manos está que esto no ocurra.
En primer lugar,
devolviendo a la perdiz su hábitat natural que le hemos arrebatado como
consecuencia de una agricultura sumamente agresiva con el medio ambiente, donde
la química y el laboreo mecánico del campo son totalmente incompatibles con una
especie que a pesar de todos estos avatares milagrosamente subsiste.
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