Llevaba casi un mes sin subir al Bonillo a cazar patirrojas y ya no podía aguantarme ni un minuto más. Ni la tortícolis que padezco desde hace unos días fue un obstáculo más bien un acicate.
Antes de que sonara el despertador, ya tenía los ojos como platos. En la calle hacía un frío de “mil demonios”, como le gustaba decir a mi madre. El termómetro marcaba 4 grados.
A las 9 en punto estaba en el bar de costumbre. Allí me esperaban ansiosos Pepe Sala y Pepe Tortosa, mis compañeros de cuadrilla.
En poco más de hora y media nos plantamos en el Bonillo.
El viaje transcurrió sin incidentes, salvo algún tramo con niebla, sobre todo a partir de Albacete. En esta época del año es frecuente encontrarte con niebla cuando vas de viaje y sobre todo por tierras manchegas.
Y algo ya habitual también en las carreteras castellano- manchegas son los radares tanto móviles como fijos.
Antes de llegar a Albacete había un coche azul, apostado en el carril derecho a la bajada de un puente con los cristales tintados de la DGT, convenientemente camuflado y por qué no decirlo estratégicamente colocado.
Al llegar a casa Emilia nos esperaba Tomás, encargado de acompañarnos en esta ocasión. Puestos a llevar un acompañante prefiero que sea Tomás a cualquier otro. Además, de ser un chaval muy agradable, resulta muy gratificante compartir con él una jornada de caza.
Con Tomás; León, un labrador de 9 meses que ya va cogiendo afición y que se ha encariñado mucho con su dueño. Desde la última vez que lo vi ha mejorado mucho en todos los aspectos: tanto en obediencia como en el cobro. Y es que estos animales aprenden pronto.
A las 11 en punto ya estábamos en el monte. Tomás nos llevó a una parte de la finca que hasta ahora no habíamos cazado y donde la densidad de perdices es algo menor, pero mejor que sea así porque hay que pelear más para dar con ellas. Y algunos preferimos la calidad antes que la cantidad. Aún así, no se dio mal del todo.
El día amaneció nublado, ideal para cazar. Sin embargo, dicen los que saben de esto que los días mejores para cazar las patirrojas son los días de mucho viento, ya que la perdiz aguanta más, sobre todo, cuando las coges a contra aire.
Sala con su perrita Laica, una braca ya veterana, que le hizo pasar una jornada de caza memorable, cobrándole dos perdices de ala, que fue el tema de conversación estrella durante la comida. Además, Sala se apuntó un doblete de perdices de las de campeonato que tuve la suerte de presenciar y hasta de aplaudir, pues iba a su lado.
Pepe Tortosa, que se colgó 6 perdices y un conejo también lo pasó de lo grande con su perrita Senda, una preciosa braca alemana de apenas año y medio, que hizo varias muestras de las de quitarse el sombrero. Tortosa no podía esconder su satisfacción al contar los lances.
Yo no fui menos y lo pasé también de lo lindo. Empecé mal el día, tumbando una perdiz de ala que no conseguí colgarme y que Sénia, despistada, no se percató y errando otra que pasó como un proyectil por detrás de mí y que me pillo como se dice con el pie cambiado.
Luego encadené varias perdices consecutivas hasta siete y cuando me creía el rey del mambo erré tres seguidas. Cosas de la caza. Y es que la escopeta igual que te sube la autoestima te la baja inmediatamente. Es un buen correctivo.
Sènia agarra un conejo que vio encamado y cuando me lo traía vivo se le escapa de la boca y se mete en el primer agujero que ve.
Cuando nos aproximabámos a los coches decido coger un perdido. No quise alargarme mucho, pues Sala y Tortosa estaban esperándome en los coches y no era cuestión de hacerles esperar. De debajo de una carrasca arranca una perdiz que logro derribar de un certero tiro.
Sala y Tortosa bromean diciendo que esta última perdiz no contaba, ya que había sido abatida fuera de tiempo. Y es que a parte de cazar hay que mantener una buena camadería por encima de todo.
Las tertulias que tienen lugar alrededor de una mesa al término de la jornada de caza son a menudo tan interesantes como apasionantes, como lo es la caza en si misma.
A las dos del mediodía decidimos dar la jornada por concluida. No sin antes comer unas espléndidas migas que Emilia nos preparó. Sala y Tortosa eligieron paella, a pesar de estar en tierras manchegas y ser valencianos ambos de pura cepa. Tanto Emilia como yo nos quedamos sorprendidos por la elección. Como igual de sorprendidos nos quedamos al ver que en la mesa contigua a la nuestra se encontraba el obispo de Albacete, monseñor Ciriaco Benavente, junto a un grupo de sacerdotes saboreando la buena cocina de Emilia.